Por Corina Duarte(*)
“Vos el domingo te vacunaste en el hipódromo” me dice el flaco de la casa de lotería de diagonal 74. Desde hace años, cargo la SUBE en ese lugar. Nunca intercambiamos más que números.
-500 pesos – le digo
-Dale – responde.
Y me despide.
Sin embargo, esta vez, quiso contarme que me vio, que yo estaba con una amiga, y “te sacabas la foto con el banner” y que él también estaba ahí, esperando su turno.
-Ahora falta menos – agrega, y la sonrisa se le sale detrás del vidrio manchado que lo separa de mis comentarios y afirmaciones.
El domingo pasado nos vacunamos un montón, y un montón más lo haremos sumados a quiénes vienen haciéndolo, y es un día, en el qué, entre tanta muerte, distancia afectiva y emotiva, sentimos alegría.
Nunca fue tan bueno un sábado tener más de 40 años como el sábado previo al día del padre, cuando cerca de las 21.00 horas, y compartiendo el twitter de la cuenta oficial de la Provincia, en cientos de grupos de watsap los mensajes con la captura de la convocatoria comenzaban a llegar. La Creamfield de la vacuna tenía hora, fecha y lugar. El shock, quizá casual que eligió el gobierno provincial, de hacernos pasar un día del padre menos nostálgico, surtía efecto.
La dosis justa de Astra Zeneca, Sinopham, Sputnik, que elegimos darnos en el marco de la campaña voluntaria, pública y gratuita nos es tema central desde hace meses.
“Cuándo, cuál, dónde”, parafraseando el periodismo, nos vamos encontrando y estar o no estar vacunada nos organiza la charla.
“A mi mamá le llegó el turno, chicas” nos decía mi amiga Mariana en enero. “Estoy llorando”, agregaba. No veía a su mamá desde febrero del 2020, y el turno funciona en la memoria emotiva como un pasaje ficticio.
Mis tías sesentonas y setentonas, se vacunaban en el Prado Español de Villegas, un lugar de fiestas y eventos multitudinarios. Mi tía me llamó y me pidió que le hiciera una captura de pantalla porque “no me animé a pedirle a las chicas que me sacaran la foto”. Mi tía Ana, cumplió 70 este año, entre videollamadas y tortas que le mandamos, pero sola. No ve a su novio de más de 20 años desde enero del 2020. Su novio vive en el Gran Buenos Aires. Él tan AMBA, ella tan bonaerense.
Mi tío Ruben fue vacunado con la Sputnik, personal de salud, ambulanciero y de todo de un pueblo mínimo, debe haber sido la tercera persona vacunada en el lugar a principios del verano. Lucía orgulloso la foto en su biografía de Facebook. Cuando le escribí contenta, me devolvió los dedos en V del emoji.
Mi amigo Diego me dice “me vacunaron el viernes. Dormí 24 horas seguidas, literal. Avisame cómo te sentís mañana”. Leo el mensaje antes de salir de casa.
Mi compañero de trabajo, Mariano, fue vacunado el jueves en Ituzaingó. Dice que apenas sintió mucho frío por la noche “pero nada que me inquiete”.
Y así las historias, reales y virtuales que me anteceden, que escuché, leí, y me invitaban a zambullirme en el mundo del final de esta pandemia eterna.
Casi como cruzar el disco
La señorita de la puerta me pide el DNI, me pregunta si tengo turno, si tomo medicamentos, si se qué vacuna me van a dar. Le digo que no. Se detiene, me mira y dice: Astra Zeneca, y espera alguna reacción de mi parte. Afirmo que está todo bien. Se relaja. Me elogia el peinado. Salí apenas con una hebilla que me enrosca dos puntas de pelo. Le pone onda. Le saco una foto. Anota mi nombre.
“No guardes el documento, porque te lo vamos a seguir pidiendo”. Le hago caso. Me siento en un aeropuerto camino a la inmunización. O a media inmunización, un viaje con escalas.
Es domingo, hace un frío terrible, afuera está gris.
No importa.
El hipódromo está lleno de autos, gente, su silencio equino de domingo.
En el cuarto del vacunatorio somos tres mujeres y la señorita que nos vacuna. Se llama Georgina y está triste. Me cuenta que un amigo muy querido murió esa semana víctima del covid. Que el turno no le había llegado, que era bombero de Berisso. Tiene un ambo rosa.
Los turnos asignados para ese día eran 500. Igual ocurrió el día anterior, pero como ese día había comenzado la posibilidad de vacunarse a quiénes tuvieran más de 50, sin turno, el día anterior habían vacunado a 534 personas e imaginaban algo parecido ese día.
Mientras preparan la jeringa, nos explican que podemos sentirnos afiebradas, “de ser así, pueden darse una ducha, tomar un paracetamol cada 12 horas. Y si la fiebre persiste por más de 48 horas, les recomendamos asistir a una guardia”.
Le toca primero a una bióloga que pregunta si puede tomar alcohol, “es que cuando salgo de acá mi papá me espera con un asadito”. Tiene el pelo rubio desarreglado y los ojos pintados. Olvidó el celular en el auto y no puede sacarse la foto. Lo cuenta más tarde, cuando las dos restantes ya estábamos intercambiando celulares para que cada una sea la fotógrafa de la otra.
Nos ponen la vacuna. Quedamos sentadas a la espera. Pasan los quince minutos de rigor. Nos traen nuestras credenciales. Nos devuelven los documentos. Nos abrigamos, nos despedimos cálidamente.
Mi amiga espera, celular en mano. Nos sacamos una, dos, tres, cinco fotos. Alguien nos mira y nos dice “como estamos hoy los cuarentones”, y nos reconocemos a pesar del barbijo y las canas.
Bocetamos síntomas. Decimos “no importa. Lo importante es que estamos más cerca”.
Sin saberlo, coincidimos con el diagnóstico del flaco de la agencia de lotería.
Estado, vacuname. Y gracias, por la salud pública, por el cuidado, y por esta dosis. Ahora renovamos la espera.
Y si, así somos, insaciables.
(*) Licenciada en Comunicación Social; comunicadora popular